Kati esperaba sentada en su apartamento mientras el Consejo deliberaba sobre su situación, esperando ser llamada en cualquier momento. Después de que los incursores saltaran por la ventana, Daniel la había agarrado bruscamente y la había arrastrado hasta allí, debido a su comportamiento. Ayudar al mercenario (aunque sin su ayuda hubiera muerto) se consideraba una ruptura del juramento de lealtad a la empresa religiosa. A lo único a lo que podía aferrarse para explicar su comportamiento y eludir el castigo era a la propia religión, que obligaba a ayudar al prójimo (y los no del todo humanos podían considerarse prójimos) y al juramento hipocrático que la habían obligado a hacer cuando la dieron su puesto de enfermera, en el que se comprometía a intentar ayudar a cuantos necesitaran su atención médica. No obstante, eso no explicaba, para el Consejo, por qué había ayudado al mercenario en vez de a la mujer que había sido abatida antes, que había muerto. Sus excusas de que para llegar a esa mujer tendría que haber atravesado el fuego cruzado mientras que el mercenario estaba al lado no parecían hacer mella en el Consejo.
En su estado de nervios, tardó en darse cuenta de que había recibido un correo institucional en el que se la informaba de que su caso iba a llevar más tiempo del previsto y que siguiera con su vida normal hasta que se tomara una decisión. Sabía que cuando el Consejo tardaba demasiado en decidir algo sólo podía significar que las cosas pintaban mal. En cierto modo no se sorprendía, ya que había recibido numerosas amonestaciones a lo largo de su vida, era poco religiosa y no ayudaba en nada su incapacidad para mantener su trabajo y amigos asignados, su falta de entusiasmo por las actividades de la empresa y su mala relación con todos los sacerdotes.
Temiendo que el Consejo decidiera eliminarla del sistema como hacía con criminales e inadaptados, desconectó su ordenador de la red de internet y puso en marcha su plan b. En previsión de que ocurriera una catástrofe como la actual, había conseguido mediante una pequeña artimaña la tarjeta de un soldado de la empresa durante una de sus visitas como vendedora de drogas legales. Cuando era pequeña, su madre la había inculcado ciertos conocimientos de informática que, esperaba, la ayudarían a modificar el chip de esa tarjeta identificativa para que la permitieran salir del complejo. Finalmente logró hacerlo, después de varias horas, y dedicó el resto de su tiempo libre a preparar las maletas discretamente, de forma que si se decidía hacer una inspección sorpresa en el apartamento nadie se diera cuenta de que estaba preparada para marcharse en cualquier momento. Nada más acabar, borró todos los rastros que pudiera haber en su ordenador y lo volvió a conectar a la red, suspirando de alivio al ver que nadie se había percatado de su larga desconexión.
Luego, comenzó a actuar normalmente, e incluso tuvo la iniciativa a la hora de quedar con sus amigas asignadas para ir a una proyección de películas analógicas de Antes de la Invasión Mágica, especialmente seleccionadas para gente de su franja de edad. Ahora, sólo le quedaba actuar como una persona normal mientras esperaba la decisión del Consejo.
Menos mal que me esperé a leer este capítulo hasta que publicaras el siguiente.
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